En medio de un escenario apocalíptico, transitando entre la soledad y el encierro, hemos debido vivir la muerte de la forma más triste jamás concebida, sin abrazos y sin adiós. Las experiencias de perdida nos acompañan cotidianamente, se hacen evidentes cuando perdemos a alguien, pero se viven cada vez que cerramos un ciclo y tomamos una nueva dirección.

En sociedades premodernas, la muerte se enfrentaba con dignidad y resignación, rodeados de ritos y espacios simbólicos que contribuían a que las personas llenaran el vacío de la pérdida y encontraran sentido a la muerte. Las muestras de afecto, han quedado en el pasado, y la muerte de un ser querido se reduce a un minimalista anuncio en un periódico.

Esta pandemia refleja lo distante que aún estamos de humanizarnos. El sistema neoliberal ha puesto la felicidad como un bien de consumo, asociando emociones y vínculos a experiencias de mercado, generando estrategias para evadir el dolor e invisibilizar el efecto de las perdidas. Sistemáticamente nos enfrentamos a acciones que buscan insensibilizar a las personas, frente a lo que necesariamente debemos enfrentar, el dolor de las perdidas.

Como sobrevivientes de esta pandemia, debiéramos esforzarnos por recuperar la ética del dolor, rescatando espacios de dignidad y respeto para nuestros muertos. Recientemente ha surgido desde la sociedad civil la iniciativa del Día de la Condolencia y el Adiós, en un esfuerzo por lograr escenarios donde la tristeza tenga lugar y expresión, y acompañe simbólicamente el proceso de perdida con reflexión y recogimiento. Este 5 de septiembre tendremos el espacio de despedida para las personas que han fallecido estos últimos meses. Acciones como esta permiten tener la esperanza de recuperar la humanidad que hemos perdido.

Catalina Valenzuela Directora Escuela de Psicología Universidad de Las Américas