Tras lo ocurrido con el pequeño Tomás, en la provincia de Arauco, nuestro país entró, una vez más, en un estado de conmoción pública, de mucho dolor, incredulidad, rabia y un conjunto de sensaciones y sentimientos que nos hacen coincidir en el total repudio a tan lamentable y trágico hecho. Sin embargo, y por supuesto sin desmerecer la emocionalidad colectiva, me pregunto si todo este conjunto de emociones casi catárticas, no serán una expresión más de la normalización de la violencia contra la niñez y adolescencia en nuestra sociedad.

            Rayen 2016, Cristopher 2017, Sophie 2018, Matías 2018, Tomás 2018, Emilia 2019. Todos niños y niñas fallecidos luego de sufrir graves vulneraciones de derecho, todos ocurridos en nuestra región. Quizá usted recuerde más de alguno de estos casos, todos causaron conmoción y rabia, algunos de ellos incluso han promovido proyectos de Ley. En todos, la ciudadanía se manifestó furiosa en redes sociales y hasta generaron manifestaciones públicas. Después de cada uno de estos casos volvimos a la “normalidad”, quizá hasta con la convicción de haber exigido y alcanzado “Justicia para…”.

            Lo justo, sería que ningún niño, niña, adolescente o bebé, deba padecer los horrores que vivieron todos ellos; justo, sería que nuestra energía, nuestra capacidad de organizarnos, de vernos y de coexistir, esté orientada a la prevención y la protección de nuestras niñas y niños; que no se haga hábito, que no sea normal, cada cierto tiempo, enfurecernos porque otro niño o niña, otra Sophie, otro Tomás, otra Rayen perdieron su vida a manos de una mente criminal o enferma, y con toda una sociedad como testigos.

            Normalizamos la violencia cuando nos acostumbramos a ella, no porque no nos conmueva, no porque no nos moleste, sino porque aceptamos como esperable que cada cierto tiempo alguien nos arrebate la vida de una niña o un niño, y entendemos a la justicia como la capacidad de reacción frente a un hecho de tal dramatismo, como nuestra capacidad de castigar al o la responsable, y no como nuestra responsabilidad social de evitar que estos hechos ocurran.

            No se debe olvidar que, según las cifras, cerca del 80% de las vulneraciones de derecho contra la niñez, ocurren en el entorno familiar o de parte de algún cercano a éste. Majaderamente afirmaremos que la protección de la niñez y adolescencia, es una responsabilidad social que comienza en primer lugar por la familia, pero también por los vecinos, por la organización social, por las instituciones públicas y privadas vinculadas a su desarrollo. Cuando, como sociedad, reaccionamos frente a un hecho de violencia contra la infancia, lo que hacemos es proyectar nuestra propia frustración por el fracaso en la protección de esa víctima.

            Todos y todas esperamos justicia para Tomás, y para los miles de niñas, niños y adolescentes que cada año son vulnerados en sus derechos en todo Chile y también en nuestra Región, pero no nos podemos quedar ahí. El anhelo de justicia no se puede convertir en el placebo que nos ayude a aminorar nuestra propia normalización e impotencia frente a la violencia contra la niñez y adolescencia, una pausa que nos regresa a la calma hasta que ocurre el siguiente caso. Lo que niñas, niños y adolescentes requieren es nada menos que nuestro totl y absoluto compromiso con sus derechos, con su seguridad y con su vida.