Por Solange Veloso, directora de operación social de Hogar de Cristo.

Sesenta hombres y 57 mujeres. La mayoría, intoxicados por inhalación de humo, y 23, muertos por carbonización músculo esquelética. Casi todos perecieron dentro de sus casas o en sus cuadras, en sus calles. Uno dentro de un vehículo.

Hasta ahora la cifra oficial de fallecidos en el monstruoso incendio de Viña del Mar, Quilpué y Villa Alemana es de 133 personas.

Se ha identificado 108 de ellas y se han entregado 82 cuerpos a sus familias.

Las atroces cifras remecen, porque en su detalle permiten imaginar lo vivido por cada uno de ellos. La confusión, la desesperación, la sorpresa y el pasmo.

Impresiona que no impacten y movilicen más.

Sobre todo por un dato que debería remecer las conciencias de todos: de los 133 fallecidos, 73 eran adultos mayores. Promediaban 67 años de edad.

Cualquiera que haya subido a la zona de la tragedia, hoy cenicienta, devastada, desoladora en su yerma y asoleada precariedad, sabe que no es lugar para los débiles, recordando el título de una película.

Todo el paisaje es un desafío para personas que tienen problemas de movilidad, de visión, de audición. Las calles son empinadas, de tierra, llenas de obstáculos. Las pendientes representan un desafío para cualquiera. Así lo hacía notar el fotógrafo del Hogar de Cristo al subir a pie por la Escala Huilmann, casi al llegar al portezuelo del cerro donde se extiende el populoso campamento Manuel Bustos.

En ese sector tenían su casa Eugenio y Rosa González, de 80 y 78 años, respectivamente. Una pareja de adultos mayores, con 50 años de vida en común y 25 habitando ahí arriba. Hoy él clama por madera para reconstruir su mundo, mientras tiene a su señora sentada a la sombra de un tinglado que él armó con latas de zinc salvadas del incendio.

Un poco más abajo está Víctor Rojo, que deambula, desolado. Perdió su modesta vivienda y sus herramientas. Se lamenta de haber sobrevivido. Dice que habría preferido perecer entre las llamas. Hoy es un sobreviviente que no quiere vivir. Y no es el único.

Porque a este dolor profundo de perder sus techos, muchos agregan la muerte de familiares y vecinos. El haber oído los gritos de quienes se estaban quemando es una herida psicológica abierta que es urgente atender.

Para eso, Hogar de Cristo ha iniciado un programa de primera respuesta sicosocial que atenderá a 300 personas del campamento Manuel Bustos. Partiendo por los 30 adultos mayores a los que asiste con apoyo de Senama.  Desde comienzos del siglo 21, estamos en esos esos cerros para apoyar en forma domiciliaria a los que tienen más años y necesidades. A esos con los que el incendio se ensañó. Ocho de esas 30 personas hoy quedaron sin casa. La que tenían está convertida en cenizas.

Ellos son la prueba viviente de que nadie se salva solo, como decíamos en tiempos de pandemia. Hoy las personas mayores quieren vivir en sus casas. Esa es una tendencia mundial. Quieren conservar su mundo, su ambiente y costumbres de siempre. Existir con sus recuerdos, familia, amigos, vecinos cerca. Vivir incluidos en su comunidad.

Los 73 fallecidos en medios del caos y el fuego deberían estar vivos. Y para ello, claro, fallaron los planes y las vías de evacuación, las alarmas, la orientación en la emergencia, pero probablemente lo que más falló en la mayoría de los casos fue el apoyo social activo y permanente, la inclusión, el darse cuenta de que existen, no sólo en la emergencia, sino que cada día. Con eso, es posible que hoy esas 73 personas mayores estuvieran entre los sobrevivientes y no entre las víctimas.