Dr. Carlos Haefner, Académico Instituto de gestión e Industria, Universidad Austral de Chile.

En tiempos electorales no es sorpresivo que abunden las acusaciones entre candidatos a ejercer funciones públicas respecto a supuestas (o reales) situaciones de diversa índole que estarían alejadas de los estándares de la necesaria probidad que debe exhibir una persona que aspire a ejercer o esté ejerciendo un cargo público.

Es fundamental recordar que la corrupción es una amenaza para la gobernanza, el desarrollo y los procesos democráticos de los países. La corrupción cuesta caro especialmente si estos son países de desarrollo medio y bajo.

En dichos países – según diversos estudios recientes – se pierde una cantidad de dinero diez veces mayor que la dedicada a la entregada para mejorar las condiciones básicas de las personas más vulnerables. La corrupción, el soborno, malversación de fondos y el fraude fiscal cuestan alrededor de 1.260 millones de dólares para los países en desarrollo al año.

La corrupción es una forma de hacer más pobres a los pobres. No es sólo una cuestión que sucede en ciertos ámbitos de la vida social y que únicamente pueda ser enfrentada con legislaciones más severas; de hecho, hay países que las tienen, pero que sus efectos han sido limitados.

Para la OCDE (2017 y 2019) La integridad no es sólo una cuestión ética; se trata de restablecer la confianza, en el gobierno, en las instituciones públicas, los reguladores, los bancos y las empresas. La integridad pública no es una cuestión que atañe solamente al sector público, involucra a las personas, la sociedad civil y la iniciativa privada.

Por tanto, no se avanza en la resolución de la creciente corrupción si no se asume la integridad como un enfoque basado en la sociedad. Vale decir, las organizaciones y las personas establecen normas y aceptan los valores de integridad pública como una responsabilidad compartida.

En particular, mientras la integridad pública no sea internalizada como un alineamiento consistente con los valores, principios y normas éticas compartidas  en una sociedad, y que  permita mantener y dar prioridad a los intereses públicos por sobre los intereses privados en el sector público, seguiremos observando situaciones de denuncias de corrupción en algunos sectores políticos en los cuales se trata de “empatar” probables hechos ilícitos con la finalidad de neutralizar el debate  y enfocarlo más en el mensajero que en el mensaje.

Si la integridad pública es un asunto de toda la sociedad debemos concientizarnos de los beneficios de lograr un país donde la cultura de la integridad sea un valor irrenunciable. Para ello, debemos partir por ir reduciendo al máximo la tolerancia a las infracciones de las normas de integridad en el sector público.

En gran medida nos jugamos el desarrollo de nuestro país, región y comunas si seguimos eligiendo o re – eligiendo autoridades políticas que no realizan rendiciones de cuentas, actos consistentes de trasparencia, declaraciones de patrimonio y acciones coherentes y con altos estándares de aplicación ética de la función pública.