Prof. Miguel Á. Martínez Meucci

Dr. Conflicto Político y Procesos de Pacificación

Escuela de Administración Pública

Universidad Austral de Chile

 

Tal como reseña ampliamente la prensa internacional, Venezuela viene experimentando una gravísima crisis humanitaria desde 2016. Las cifras hablan por sí solas. En lo que se refiere a aspectos políticos y de seguridad, y según reseñan índices de evaluación de la democracia, el régimen venezolano abandonó hace pocos años la categoría de “autoritarismo competitivo” para convertirse en un “autoritarismo hegemónico”. El país aparece entre los más corruptos (Transparencia Internacional) y menos libres del planeta (Freedom House), y lleva varios años mostrando las mayores tasas de secuestros y homicidios (c. 89/100.000 habitantes en 2017, según OVV).

En términos socioeconómicos la crisis es incluso más grave. Los servicios básicos (agua, luz, salud, educación) colapsan paulatinamente. Según Caritas la desnutrición infantil se elevaba ya a un 15% en agosto 2017. Tanto la mortalidad infantil y materna como la escasez de alimentos y medicinas alcanzan cifras alarmantes. La canasta básica alimentaria equivalía en mayo 2018 a 220 salarios mínimos (Cenda). El FMI pronostica ahora una contracción del PIB de casi 50% entre 2013 y 2019 y una inflación de 1.000.000% para 2018. Los venezolanos lo experimentan a diario a través de la virtual ausencia de dinero en efectivo, la creciente incapacidad de los sistemas contables y precios que se duplican ya cada dos semanas, en una inflación sólo comparable con las de Zimbabue (2007), Yugoslavia (1994), Hungría (1945), Grecia (1941) y Alemania (1922).

Las raíces de la crisis se remontan a 2003. Desde entonces el gobierno venezolano ha establecido fuertes trabas a la economía privada (expropiaciones, impuestos, controles de precios, inamovilidad laboral y un severo régimen cambiario) mientras aprovechaba el boom de precios petroleros (2004-2014) para expandir notablemente el gasto público, satisfacer la creciente demanda interna con importaciones tuteladas por el Estado y aumentar la deuda pública desde $ 28 mil millones en 2001 (31% del PIB) hasta $ 180 mil millones en 2018 (161% del PIB). Desde 2014 viene colapsando este modelo que, lejos de ser corregido tras unos años de efímera bonanza, ha sido profundizado e instrumentalizado políticamente, iniciándose así una hambruna que obliga a millones de venezolanos a emigrar.

Semejante crisis tiene repercusiones internacionales. Las más visibles tienen que ver con la creciente afluencia de migrantes a toda la región, pero las más graves podrían relacionarse en el futuro cercano con las repercusiones externas de los conflictos propios de un Estado fallido. Urge reforzar la gestión multilateral de esta crisis, con miras a estabilizar la situación interna y propiciar un eventual proceso de reconstrucción.