De niño curioso a investigador apasionado. Esta es la historia, en primera persona,  de Fernando Novas, el reputado paleontólogo argentino que este año estará presente en el  Quinto Festival de Ciencia Puerto de Ideas Antofagasta

Fernando Novas es doctor en Ciencias Naturales (UNLP) e investigador principal del Conicet en el Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia. Un momento importante de su carrera y clave de su éxito fue el descubrimiento del Unenlagia (en mapudungún “mitad ave”), el eslabón perdido entre el dinosaurio y los pájaros. Además participó en la investigación sobre el Chilesaurus, una de las especies más extrañas descubiertas hasta el momento. Pero antes, de chico, era solamente algo curioso y soñador. Aquí revela cómo ese niño se convirtió en un paleontólogo de talla mundial.

Nací en Buenos Aires en 1960. Yo quería ser mago, pero al cumplir 11 años di un enorme giro hacia la paleontología. Me sorprendí al enterarme del significado de la palabra dinosaurio: “reptiles terribles”. Situémonos en 1971, una época en que la oferta de libros sobre la materia era escasa, y para qué decir sobre dinosaurios en particular. Pero finalmente, mi curiosidad de niño –y el entusiasmo que me infundía mi madre– remecieron las librerías locales y aparecieron dos libros, que luego me motivaron a estudiar y a convertirme en el profesional que soy hoy.

Recuerdo muy bien esos libros. Uno se llamaba Los animales prehistóricos, de dos autores checos-uno artista y otro paleontólogo-, y era precioso. Me impulsaron a continuar, a buscar información.

Tras esa pista iba mucho al Museo Argentino de Ciencias Naturales, en el que ahora trabajo. Recorría las salas y tomaba nota de los cartelitos, iba a la biblioteca a consultar trabajos, pedía y hacía muchas fotocopias. Como no tenía mucho dinero, vendía discos para pagarlas. Me fui armando una enorme biblioteca de fotocopias.

La verdad es que no entendía todo lo que leía. Eran estudios científicos que describían rasgos anatómicos, grupos taxonómicos y tantas otras cosas incomprensibles para mi edad. Sin embargo, conforme transcurría el tiempo, me familiarizaba con los términos en español y, con la ayuda de un diccionario, traducía las palabras del inglés.

Por esos tiempos vi unos documentales películas de la Universidad Nacional de Tucumán sobre trabajos paleontológicos en Argentina. No lo podía creer, sentía que estaba soñando. Luego, a los 14 años, leí El libro de los dinosaurios de Edwin Colbert, que señalaba los descubrimientos de tiranosaurios en otras latitudes, aunque incluía referencias a los descubrimientos de Osvaldo Reig, el gran paleontólogo argentino.

Si bien las visitas al museo me servían para aprender, también eran la oportunidad de acceder al subsuelo, donde estaban los paleontólogos trabajando ahí mismo, cosa que me parecía misteriosa y fascinante. A lo largo de los años fui conociendo a los más prestigiosos científicos nacionales y extranjeros, como a Bryan Patterson, que era un hombre muy amable. Por esas cosas de la vida, muchos años después me gané el premio que lleva su nombre.

También estuve con George Gaylord Simpson, quien fue uno de los padres de la teoría moderna de la evolución.  Estuvo dos veces en la Argentina y me autografió sus libros, cosa que hasta el día de hoy sorprende a mis colegas.

Tuve la suerte de conocer a los argentinos José Bonaparte -que fue luego mi director en el museo, renovó toda la sala de paleontología e hizo grandes descubrimientos de dinosaurios-, Osvaldo Reig y Rodolfo Casamiquela: mis tres grandes referentes.

Soy un convencido que uno no se puede formar solo. Si solamente hubiera leído libros, tendría una cultura aceptable. Pero el hecho de ir al museo, conocer otra gente, ver los materiales y además tener la suerte de que te orienten y te sugieran (“no, tenés que hacer esto, tenés que ir por este camino”) … eso es algo crucial para la vida. Gracias a ello evolucioné de niño curioso a científico experto en “reptiles terribles”.